La lengua de arena ~ Guillermo


(I) 1975
Era un mito, ya lo sabía. Una leyenda urbana, una habladuría o quizá, una estrategia de marketing llevada a cabo por sus infames propietarios. Por otro lado ¿qué beneficio podrían sacar de hacer correr un bulo semejante cuando los ojos de ese ser terrible tan solo podrían surtir efecto en la oscuridad de la noche y no durante las horas en las que el lugar estaba abierto al público? Ellos mismos, los regentes, ya constituían un insulto para los amantes de los no tan nobles tiempos de conquista y saqueo, los tiempos de lucha no tan honorable, espada en ristre, abordando navíos enemigos y vulnerables puertos a golpe de cabo y cuerda. ¿Que ellos eran piratas de verdad? ¿Que habían llegado a nuestro tiempo a través de esos terribles ojos? ¡Y un cuerno! ¡Falacias! Solo conseguirían que algún desalmado falto de juicio quisiera comprobarlo por sí mismo entrando en la taberna en plena noche... tal y como él estaba intentando en ese momento.
Aunque, en realidad, deseaba con toda su alma que tuviesen razón. Y si no la tenían, como era lo más lógico, poder quitarse al menos esa rabia interna producida por las ilusiones que esos dos viejos estúpidos le habían insuflado a su pobre y romántico corazón.
LA LENGUA DE ARENA. El cartel desvencijado oscilaba ligeramente sobre sus cadenas al son de la leve brisa, golpeteando sus oxidados contornos contra la oscura piedra de la pared. Eso era bueno, ya que, mientras ese rítmico sonidillo siguiese su compás nadie advertiría los ocasionados por el débil forcejeo con la cerradura. Muchas horas había dedicado él al manejo de las ganzúas, en especial, para esa clase de cerradura tosca y antigua. Esperaba que la puerta no chirriase al abrirse. Y en cuanto a que lo viesen entrar... ¿Acaso alguien osaría vagar por ese callejón inmundo a semejantes horas de la noche? Muy perdida tendría que estar su alma o muy corrompida su mente. Ni los vagabundos o miserables rateros duchos en el asalto a punta de navaja, violadores babosos y sin escrúpulos, seres miserables, pedigüeños y alfeñiques afectados se atreverían a desempeñar sus mezquinos quehaceres por allí. Como mucho, algún ojo curioso infectado por el tedio podría asomar nervioso tras algún visillo. Alguna cara desencajada por el miedo otear tras alguno de esos endebles balconcillos. Pero ¿para qué diablos? Nadie quiere meterse en un problema del que no pueda salir. ¿Acaso uno no puede ser testigo intempestivo de algo que requiera después de su vida como pago?
Absurdo.
Acuclillado ante la puerta de madera de la taberna, oculto su cuerpo entre la tenebrosidad de la noche, acaso más tétrica y tupida si cabe, que ofrecía ese hueco hendido toscamente en la piedra de la pared, tensos y engruñados sus dedos soportando el peso de sus pies y piernas y estos su cuerpo entero en precario equilibrio, imaginaba, digo, unos ojillos brillantes, profundos y llenos de miedo y una mente asustadiza en máxima alerta avizorando por encima de su cabeza, en el primer o segundo piso, moviéndose como una sombra en lánguido silencio, así que miró hacia arriba para encontrarse con ellos. Para infundirles un miedo de muerte. Uno que disuadiese a su poseedor de dar la voz de alarma, de gritar a voz en cuello que alguien estaba intentando entrar en la famosa taberna "La lengua de arena" Esa que regentan los viejos y mutilados piratas de postín, uno mucho más viejo que el otro, por cierto, venidos a este mundo a través de los ojos de un ser terrible, que no era más que un papagayo indiferente y meditabundo, si tales cualidades pudiesen ser atribuidas a un animal. ¿Un loro, dicen ellos? ¡Y un cuerno! Si bien sabía él que los loros son pajarracos verdes, pérfidos e insolentes dicho sea de paso, con cabezas pequeñas, amarillas o rojas y no un ser enorme de ojos iracundos (cuando se le mira directamente) de color rojo y alas no menos enormes azules y amarillas. ¿Y los viejos lobos de mar decían que era un loro y se consideraban como tal? ¡Menudos piratas de pacotilla! Aunque, por otro lado, un pirata puede no saber la diferencia entre uno y otro, ya que las ansias de cultura no encontraban cabida en los mundos de vanidad, disipación y codicia que se les suponen.
Pero allá arriba no había ojillos algunos, ni asustadizos ni delatores. Mejor. Así pudo relajar los músculos de su cuello y darse cuenta que tenía crispados los dedos de las manos como si de zarpas se tratase. Se sentía como uno de los seres de la noche que antes había desglosado en su mente para disipar su miedo. Claro que los piratas también deben ser seres de la noche, ¿no?
Entonces, como en sobrenatural testimonio que corroborase que, en efecto existe un portal al mundo antiguo a través de ese mísero animal, o tal vez un vestigio de maldad colándose a través de los barrotes de su jaula convertido en brisa fresca, esta arreció en el momento justo en que un debilísimo chasquido desbloqueaba la puerta. Llegó arrastrándose por el sucio suelo del pasaje como un ente para envolverle las piernas y colarse por las mangas de su abrigo. Miró hacia abajo por la reacción, se estremeció, encaró el cuadrado inexpugnable que era el callejón y acto seguido hacia arriba, hacia los balcones. Ningún par de ojillos asustados lo vigilaban. Pero sí una lengua, no de arena, pero de frío viento, persistía en ceñirle los tobillos como incitándole a entrar de una vez en la oscurísima taberna, invitándole a dar rienda suelta a su osadía y descubrir que, en efecto, podría acceder a aquellos tiempos que tanto le obsesionaban desde que era niño, tiempos conocidos para él gracias a mil libros y otros tantos documentales y otras tantas películas y...
La puerta se entreabrió apenas empujó él su putrefacta madera con un dedo y un insidioso chirrido inundó el silencio. Cruzó como un rayo ante sí y se perdió en la negrura del callejón como alma que lleva el diablo. O eso recreó él en su sobreexcitada imaginación, confundiendo sonidos habituales con lamentos, crujidos de las edificaciones viejas con gemidos lastimeros de algún ser ruin y vencido en patética huida. Miró hacia arriba y hacia la derecha y hacia la izquierda, pero tan rápida y nerviosamente que tuvo que repetir el proceso hasta tres veces y así comprobar que nadie más que sus propios demonios internos acechaba en la noche. Aún sentía dos manos heladas empujando sus tobillos, aunque ya la brisa se había disipado. ¡Tenía que interrumpir de una vez el flujo de sus miedos! Tarea difícil sintiendo como sentía el silencio pulsátil en sus oídos y su ojo derecho, abierto como un plato. El izquierdo permanecía cerrado. Con pasos inseguros se adentró en la taberna posando cada pie cuidadosamente sobre las tablas del suelo para evitar chasquidos, pues bien sabía él que en el bullicio del día, a pesar de producirse, no se escuchaban. Y vaya si eran audibles ahora. Como árboles gigantescos tronchándose ante la tempestad o truenos restallando en los cielos, ocultos parcialmente por nubes negras y amenazadoras. Retrocedió y asomó la cabeza afuera antes de cerrar la puerta tras de sí. Y la cerró salvajemente para sortear los chirridos de las bisagras, o al menos minimizarlos en lo posible. Lo logró. Pero un golpe seco y ahogado se produjo al encajarse en su marco.
Hecho esto, se dio la vuelta y soltó el aire de sus pulmones. ¿Cuánto tiempo lo había estado conteniendo?
Era momento de sacar el parche que cubría su ojo izquierdo, entrenado durante años para enfrentarse a la oscuridad. ¿Acaso alguien creía que a todos los piratas les faltaba algún ojo? Pero tampoco pretendía tirar de pedantería sin venir a cuento o sacar de su ignorancia a los que habitaban tan felizmente en ella. Ese parche mantenía su ojo en la oscuridad permanente para que, en casos importantes como en el que se hallaba, pudiera desenvolverse en la penumbra casi como un gato.
Así pues avanzó, sorteando los obstáculos con la misma facilidad que si hubiese sido de día.
La barra era una franja hecha de tupidas sombras a la izquierda, en oposición a la pared de la derecha, sobre la que se vertía el débil resplandor de la luna colándose subrepticiamente por el tragaluz. Miró hacia arriba. Mil objetos que ya conocía de memoria colgaban en pasmosa quietud, velados por el halo pálido de luz: pistolas antiguas, cuchillos, botas de marino...
Avanzó con cautela hasta el fondo, donde las mesas estaban, y encaró el bulto siniestro que era la jaula. Tiró del paño que la cubría y...
(II) 1690
Charles oteó el horizonte protegiéndose del sol con la palma de la mano. En lontananza, tal y como había presagiado el viejo, comenzaron a desdibujarse los contornos de una isla, desenfocados por el ocaso vaporoso y anaranjado de la tarde. El capitán Holford había asegurado que nada había por aquellas latitudes, pero allí estaba, verde y osada despuntando por encima de las olas lejanas, justo al oeste. El viento soplaba directo sobre la popa del navío empujándolo hacia su destino, o como decía el viejo, hacia el único lugar del mundo que podría cambiar el siniestro devenir del joven Charles Vane. "El 29 de marzo de 1971 serás ahorcado por unos delitos que no has cometido, chico", auguraba a todas horas el viejo. "Serás ahorcado y expuesto como un trofeo en Port Royal", insistía a cada oportunidad que tenía. Así que el capitán Holford, mentor del joven pirata en el noble arte del saqueo y harto de soportar las profecías de aquel viejo salido de la nada (y aunque no creía en sus palabras, asustado de que acaso pudiesen tener razón) decidió seguir sus consejos y, sextante en mano, poner rumbo a la isla "desaparecida" que, según el viejo: "aparecerá para desempeñar el cometido para el que fue creada y volverá a desaparecer para siempre"
La brisa cálida del estío movió su pelo en lo alto de la cofa de trinquete y Charles entrecerró sus ojos cuando sus mechones envolvieron sus mejillas. Acto seguido, la emoción y el entusiasmo colmaron su corazón aventurero. La isla ya era una realidad a tan solo unas pocas millas de distancia. Dio un salto y con los brazos se balanceó sobre la plataforma de madera, dejándose caer con precisión sobre una de las vergas. Corrió con gran agilidad sobre ella a la vez que sacaba su pañuelo de la cintura y lo envolvía en la mano derecha. Sin pensarlo saltó al vacío y se agarró a un obenque, sobre el que se deslizó como un rayo para caer sobre la botavara del palo principal. El pañuelo había protegido su mano de ser cortada por el metal del obenque y ahora sus pies desnudos de caer sobre la cubierta, pues aún restaban unos seis metros hasta ella. Sin dudar se aferró a un segundo obenque y a través de él se deslizó hasta la cubierta, donde el capitán, con una mano sobre la empuñadura de su espada y gesto de permanente enfado pintado en el rostro daba órdenes a sus hombres. El viejo oteaba a babor, dejando perderse sus ojos en el horizonte, como casi siempre.
―¡La isla desaparecida! ―gritó Charles entrándole por la espalda y Holford aspaventó su mano izquierda, girándose de pronto y lanzando un estoque de espada.
Charles se agachó justo a tiempo, pero en vez de protestar o quejarse por la temeridad repitió la exclamación a la vez que se enjugaba el sudor de la frente con el pañuelo.
―¡La isla!
―Ya la veo, bellaco ―gritó el capitán enojado, enfundando su arma entre los pliegues de su fajín ―pero no tienes que sobresaltarme de ese modo por la espalda. ¿Es que quieres morir?
―No perecerá a sus manos, capitán ―indicó el viejo sin siquiera girarse―, sino en el puerto…
―Lo sé, lo sé ―rezongó este ― en el maldito Port Royal. Y cuando le quite los ojos a ese loro y comprobemos que no contienen magia alguna, me haré un colgante con ellos y con tus dientes después.
―Primero tendremos que atraparlo ―jadeó el joven Charles.
―Y lo atraparemos ―aseguró el viejo―. En cuanto a mis dientes, mucho me temo que llega usted tarde, capitán ―sonrió para demostrarlo.
―Cierra tu boca asquerosa ―exclamó Holford con gesto sonriente―. Si al menos es cierto que ese pedazo de roca sigue virgen, tal vez encontremos algo de utilidad. Y de no ser así, sabrosas familias a las que poder ayudar nos encontraremos.
―Sea, pues ―dijo Charles, que a pesar de sus once años ya tenía un espíritu maduro―, pero después de "ayudarlos" prométeme que no los mataremos, o que no harás esas cosas que les haces a las mujeres.
―Yo te quitaré esa debilidad producto de la horchata que los ingleses tenemos por sangre a la hora de nacer, querido ―exclamó girándose a estribor para echar un vistazo al horizonte. El viento arreció para sacudir su espesa melena negra―, por suerte tiene remedio. Y ¿no sería acaso más ruin dejarlos con vida después de despojarlos de sus pertenencias, que darles rápida muerte?
―Agonizarían ―rio maliciosamente el viejo―, en caso de que existiera alguien. Porque, ya le digo, capitán, que no hay más ser viviente que la madre naturaleza y ese demoníaco y gigantesco papagayo.
―¡Es un loro y no se te ocurra contradecirme! ―Y quedando pensativo un momento para girarse hacia su hijo adoptivo, tal y como a él le gustaba pensar, aunque en realidad era hijo de una de las familias inglesas a las que él había "ayudado"―, de todos modos, mi querido Charles, ¿no te fascina esa crueldad que asoma por los ojos de nuestro misterioso amigo? Ni siquiera ha valorado la posibilidad de no despojarlos de sus miserias. Disfruta con cada una de nuestras cruzadas.
El viejo asintió, sarcástico.
―Pocos seres tan mezquinos y cruentos han cruzado por mi vida y se fueron manteniéndola.
―Es un viejo loco ―sonrió Charles guiñándole un ojo―, pero me cae bien. Y nos llevará a un mundo nuevo y libre de peligros.
―No he dicho libre de…
―No nos llevará a ninguna parte ―cortó Holford sonriéndose―. Es un villano, feroz y despiadado como el que más. Pena que sea viejo y decrépito y sienta yo debilidad por su mente corrompida, si no le habría sesgado su arrugado gaznate.
―¿Entonces para qué me hace caso? ―dijo y se relamió los dientes podridos, ajustándose después el parche de su ojo izquierdo.
―Supongo que porque me llevas a sitios que la fortuna o tus miles de años te han agraciado con conocer. Y mientras me seas útil…
―¡Ya estamos llegando! ―exclamó Charles echando a correr hacia la parte delantera del barco. Le gustaba caminar por el bauprés hasta el extremo mismo de la proa, para asomarse y desafiar a las olas que allí rompían balanceando salvajemente el navío―. ¡Preparad el aparejo, tensad bien las jarcias! ―ordenó a los hombres de Holford, que en un futuro cercano serían los suyos.
Holford seguía discutiendo con el viejo mientras la tripulación corría de un lado a otro para recoger una vela o desplegar otra, manejar la vigota o colocar a golpe de timón la goleta en posición adecuada.
―Siempre quise tener un bicho de esos ―manifestó el capitán―, según dicen, hacen cosas útiles como llevar y traer objetos y proferir imprecaciones
―¿Desear el mal ajeno es útil?
―Desde luego ―indicó solemne―. Es parte de todo duelo, más que nada, para ahorrarme la bajeza de tener que…
―Pero ¿no iba a sacarle los ojos al papagayo, mi capitán?
―¡No me tientes a hacerte caminar por la tabla, viejo!
El anciano se sentó sobre un coy apilado y doblado y rompió en carcajadas desafiantes.
―Debí hacerlo cuando intentaste colarme esa historia increíble de viajar a no sé dónde de unos tiempos que probablemente no alcance el hombre nunca, pues cierto es que nos mataremos unos a otros mucho antes.
―¿Y qué hacemos si no me cree, capitán?
Holford le obsequió con una mirada intensa que no amedrentó ni un poco al viejo.
―Tal vez para demostrar que todo es una burda falacia y poder hacerme con tus dientes podridos antes de echar tu cuerpo al kraken en los abismos de los mares escandinavos.
―Tal vez porque tú eres el responsable de su triste destino en el cadalso.
―Tal vez ―reconoció dándose la vuelta―. ¿Qué manera es esa de manejar el timón, ser inútil y desgraciado? ―gritó a uno de sus hombres y se encaminó hacia allí.

(III)
Los hombres de Holford habían echado el ancla y la goleta oscilaba suavemente al son de las olas. Estas lamían su casco perlado de crustáceos y algas marinas, creando un agradable rumor que se fundía con el cántico habitual del viento sobre las velas. Mientras tanto, el sol se retraía poco a poco tras las montañas de la isla, recortadas ahora en un cielo del color del fuego. Más abajo, el capitán, acompañado de Charles y el misterioso anciano, remaban en silencio a bordo de un bote. Poco tardaron en recorrer la distancia que los separaba de la playa, y nada más tocar quilla con arena, el anciano saltó con agilidad y les hizo a sus compañeros un gesto para que lo siguiesen sin pérdida de tiempo. Lo hicieron, Charles feliz y retozón y Holford atento y desconfiado.
―Sé qué piensas ―dijo el viejo adivinando los pensamientos de su capitán, dándose la vuelta hacia él―, pero nada has de temer de un anciano raquítico y enclenque, ¿verdad?
Holford, por instinto, llevó su mano a la empuñadura de la espada.
―No sé qué podría sacar un ser ruin como tú de mi captura ―gruñó―, pero no creas que no te atravesaré el corazón antes de que una sombra pueda reptar hasta mí para atrapar mi alma y llevársela al infierno del que procedes.
El anciano rio a carcajadas.
―Apresurémonos, pues ha de hacerse al anochecer.
―¿Y el loro? ―quiso saber Charles, que llegaba corriendo después de examinar la zona con alegría. Sus pies descalzos se hundían en la arena fresca y húmeda de la orilla.
―Es un papagayo. Y nos espera ―Y antes de que nadie pudiera añadir nada, exclamó―: ¡Apresurémonos!
Guio así a sus compañeros hacia una senda que se adentraba en la selva como aquel que ha caminado por ella cientos de veces. Penetraron en ella sintiendo que el bochorno propio del verano cedía a la humedad de unas profundidades hechas de exuberantes plantas y arbustos exóticos y gigantescos árboles de más de treinta metros de altura. Sus depredadores, ocultos y sibilantes, lanzaban al silencio sus gritos de advertencia, pero ni el anciano ni el capitán sintieron aflicción alguna. Eran hombres de mar acostumbrados a todo peligro. No así el corazón del joven Charles, que aunque audaz y colmado de emoción y expectación, no podía evitar sentirse impresionado. Y es que todo aquello formaba una fabulosa cúpula natural que ensombrecía con sus misterios hasta los corazones más valerosos.
Para cuando llegaron a la boca de la caverna poco podía hacer el sol para penetrar con sus últimos rayos la frondosidad de aquella jungla.
―¿Hemos de meternos ahí? ―preguntó Holford señalando la cueva, cuya negra entrada invitaba a salir corriendo.
Charles se agarró al faldón de la casaca del viejo.
―¿Seguro que no es una trampa? ―le dijo―. Tú nunca nos harías eso, ¿verdad? ¿Está ahí dentro ese loro? Y…
―Para el carro, amiguito ―cortó―. Son muchas y muy estúpidas tus preguntas, las cuales no tenemos tiempo para abordar. ¿Quieres librarte de la horca o no?
―¿Cómo puedes saber que ocurrirá eso? ¿Y de verdad el sitio al que vamos está libre de peligros?
―Claro que no. Hay muchos más que aquí, pero…
―¡Diablos! ―exclamó Holford desenvainando su espada―, entremos ya, que se me agota la paciencia. Sea lo que sea, terminaremos de una vez. Y tú, ser demacrado y sin nombre, reza para que no me vea abocado a sacar tus entrañas y hacerme un cinturón con ellas.
El viejo se echó a reír al punto que hacía un gesto para que lo siguiesen.
Tras un pasaje de roca viva, iluminados por una antorcha que el anciano había tenido la previsión de traer, llegaron a una zona mucho más estrecha. El frío allí arañaba la piel de los visitantes y la humedad calaba poco a poco sus huesos.
―Doblad el espinazo, que ya queda poco ―les dijo y se echó a reír. Sus estridentes carcajadas rebotaron como demonios por las cavernas y túneles que la oscuridad ocultaba a sus ojos.
Pasaron un corredor muy estrecho y descendente cuando una corriente de aire movió sus cabelleras y agitó la llama de la antorcha creando mil sombras. Charles se estremeció y Holford, que había envainado su espada, la desenvainó con un rápido gesto.
―Está impaciente ―dijo el guía―, sigamos.
Charles se agarró a la mano de Holford que no empuñaba la espada y el capitán, tras hacer amago de soltársela airosamente, comprobó que la oscuridad los envolvía por completo a la retaguardia del viejo, y le correspondió apretándosela y acariciando sus dedos. Este gesto insufló en el joven corazón de Charles una dosis de valor y satisfacción.
―Daos prisa ―graznó el viejo.
Su figura se movía de forma extraña a la luz de la antorcha, reflectándose sus llamas en las aristas de la roca y perfilando y acentuando los contornos de su anciana figura. Sin embargo, Charles advirtió que se movía ágilmente, como si estuviese rejuveneciendo a cada paso.
Holford sintió algo parecido, más inclinado a pensar que tal vez los condujese a una trampa del alma que lo haría inmortal. Apretó la mano del chico y a su vez la empuñadura de su fiel espada. Y cuando estaba a punto de dar la orden de girar sobre sus talones, o de decidir terminar con la vida del viejo solo por precaución y defensa de su hijo adoptivo (ya que nunca creyó que en verdad fuesen a ahorcarlo por unos delitos que en realidad eran suyos, de Holford, y no de Charles) llegaron a un espacio abierto, donde la luz de la antorcha se expandió a placer para mostrar a sus visitantes una caverna hundida en una zona empantanada, pero con el techo a no menos de diez metros de altura.
―¡Hemos llegado! ―proclamó.
Charles abrió los ojos al máximo.
Holford se puso en guardia.
El viejo abrió los brazos y sonrió.
―¡Nos vamos a casa!
Sin tiempo de reacción de ninguno de los presentes, un esplendoroso papagayo descendió de las alturas con sus enormes alas desplegadas. De sus ojos manaba un resplandor brillante color esmeralda que pronto iluminó la estancia por completo. Batiendo sus alas sobrevoló sus cabezas, dio la vuelta como un rayo y descendió para colocarse justo ante ellos, a la altura de sus cabezas. Sus ojos se volvieron más brillantes, más intensos…
El viejo cayó rendido de rodillas.
Holford soltó su espada y sus brazos laxos golpearon contra sus muslos.
Charles sintió que algo dentro de sí se desgarraba y salía de su cuerpo.

(IV) 1975
Tiró del paño que cubría la jaula y cayó de culo contra las tablas de la taberna. Experimentaba una extraña sensación, como de sumo cansancio. Alzó la vista y lo vio: el papagayo lo miraba con ojos tranquilos, brillantes, tan indiferente como siempre. ¿Qué había ocurrido? Se levantó con gran esfuerzo y al colocarse ante el reflejo de la luna que caía desde el tragaluz vio su cuerpo.
Había envejecido por lo menos cincuenta años.
Escuchó un sonido a su espalda y se dio la vuelta de un respingo. Las luces de la taberna se encendieron y sus dos regentes aparecieron caminando con parsimonia.
―Hola de nuevo, querido amigo ―dijo uno de ellos.
―Bienvenido ―dijo el otro, que era un poco menos viejo.
Se dio cuenta entonces de que no eran otros que el capitán Holford y su hijo Charles Vane, por quienes habían pasado también los años. Su mente captó entonces un destello de lucidez.
―¿Lo hemos… logrado?
Los regentes de la Lengua de arena asintieron al mismo tiempo, sonrientes y satisfechos.
―Lo has logrado ―dijo Holford acercándose a él y posando la mano amistosamente sobre su hombro.
―Hace ya más de medio siglo ―añadió Charles acercándose a su vez―. Pero por alguna razón no has llegado hasta ahora. Hemos esperado con ansia tu regreso, querido amigo.
El viejo sin nombre suspiró y los recuerdos de toda una vida cruzando los mares inundaron su envejecido cerebro. Una vida que no le correspondía vivir, pero que estaba ya a sus espaldas.

―Ya estás en casa ―siguió Charles, posando la mano sobre su otro hombro.

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