(I) 1975
Era un mito, ya lo
sabía. Una leyenda urbana, una habladuría o quizá, una estrategia de marketing llevada a cabo por sus infames
propietarios. Por otro lado ¿qué beneficio podrían sacar de hacer correr un
bulo semejante cuando los ojos de ese ser terrible tan solo podrían surtir
efecto en la oscuridad de la noche y no durante las horas en las que el lugar
estaba abierto al público? Ellos mismos, los regentes, ya constituían un
insulto para los amantes de los no tan nobles tiempos de conquista y saqueo,
los tiempos de lucha no tan honorable, espada en ristre, abordando navíos
enemigos y vulnerables puertos a golpe de cabo y cuerda. ¿Que ellos eran
piratas de verdad? ¿Que habían llegado a nuestro tiempo a través de esos
terribles ojos? ¡Y un cuerno! ¡Falacias! Solo conseguirían que algún desalmado falto
de juicio quisiera comprobarlo por sí mismo entrando en la taberna en plena
noche... tal y como él estaba intentando en ese momento.
Aunque, en
realidad, deseaba con toda su alma que tuviesen razón. Y si no la tenían, como
era lo más lógico, poder quitarse al menos esa rabia interna producida por las
ilusiones que esos dos viejos estúpidos le habían insuflado a su pobre y
romántico corazón.
LA LENGUA DE ARENA.
El cartel desvencijado oscilaba ligeramente sobre sus cadenas al son de la leve
brisa, golpeteando sus oxidados contornos contra la oscura piedra de la pared.
Eso era bueno, ya que, mientras ese rítmico sonidillo siguiese su compás nadie
advertiría los ocasionados por el débil forcejeo con la cerradura. Muchas horas
había dedicado él al manejo de las ganzúas, en especial, para esa clase de
cerradura tosca y antigua. Esperaba que la puerta no chirriase al abrirse. Y en
cuanto a que lo viesen entrar... ¿Acaso alguien osaría vagar por ese callejón
inmundo a semejantes horas de la noche? Muy perdida tendría que estar su alma o
muy corrompida su mente. Ni los vagabundos o miserables rateros duchos en el
asalto a punta de navaja, violadores babosos y sin escrúpulos, seres
miserables, pedigüeños y alfeñiques afectados se atreverían a desempeñar sus
mezquinos quehaceres por allí. Como mucho, algún ojo curioso infectado por el
tedio podría asomar nervioso tras algún visillo. Alguna cara desencajada por el
miedo otear tras alguno de esos endebles balconcillos. Pero ¿para qué diablos?
Nadie quiere meterse en un problema del que no pueda salir. ¿Acaso uno no puede
ser testigo intempestivo de algo que requiera después de su vida como pago?
Absurdo.
Acuclillado ante la
puerta de madera de la taberna, oculto su cuerpo entre la tenebrosidad de la
noche, acaso más tétrica y tupida si cabe, que ofrecía ese hueco hendido
toscamente en la piedra de la pared, tensos y engruñados sus dedos soportando
el peso de sus pies y piernas y estos su cuerpo entero en precario equilibrio, imaginaba,
digo, unos ojillos brillantes, profundos y llenos de miedo y una mente
asustadiza en máxima alerta avizorando por encima de su cabeza, en el primer o
segundo piso, moviéndose como una sombra en lánguido silencio, así que miró
hacia arriba para encontrarse con ellos. Para infundirles un miedo de muerte.
Uno que disuadiese a su poseedor de dar la voz de alarma, de gritar a voz en
cuello que alguien estaba intentando entrar en la famosa taberna "La
lengua de arena" Esa que regentan los viejos y mutilados piratas de postín,
uno mucho más viejo que el otro, por cierto, venidos a este mundo a través de
los ojos de un ser terrible, que no era más que un papagayo indiferente y
meditabundo, si tales cualidades pudiesen ser atribuidas a un animal. ¿Un loro,
dicen ellos? ¡Y un cuerno! Si bien sabía él que los loros son pajarracos verdes,
pérfidos e insolentes dicho sea de paso, con cabezas pequeñas, amarillas o
rojas y no un ser enorme de ojos iracundos (cuando se le mira directamente) de
color rojo y alas no menos enormes azules y amarillas. ¿Y los viejos lobos de
mar decían que era un loro y se consideraban como tal? ¡Menudos piratas de
pacotilla! Aunque, por otro lado, un pirata puede no saber la diferencia entre
uno y otro, ya que las ansias de cultura no encontraban cabida en los mundos de
vanidad, disipación y codicia que se les suponen.
Pero allá arriba no
había ojillos algunos, ni asustadizos ni delatores. Mejor. Así pudo relajar los
músculos de su cuello y darse cuenta que tenía crispados los dedos de las manos
como si de zarpas se tratase. Se sentía como uno de los seres de la noche que
antes había desglosado en su mente para disipar su miedo. Claro que los piratas
también deben ser seres de la noche, ¿no?
Entonces, como en
sobrenatural testimonio que corroborase que, en efecto existe un portal al
mundo antiguo a través de ese mísero animal, o tal vez un vestigio de maldad
colándose a través de los barrotes de su jaula convertido en brisa fresca, esta
arreció en el momento justo en que un debilísimo chasquido desbloqueaba la
puerta. Llegó arrastrándose por el sucio suelo del pasaje como un ente para
envolverle las piernas y colarse por las mangas de su abrigo. Miró hacia abajo
por la reacción, se estremeció, encaró el cuadrado inexpugnable que era el
callejón y acto seguido hacia arriba, hacia los balcones. Ningún par de ojillos
asustados lo vigilaban. Pero sí una lengua, no de arena, pero de frío viento, persistía
en ceñirle los tobillos como incitándole a entrar de una vez en la oscurísima
taberna, invitándole a dar rienda suelta a su osadía y descubrir que, en efecto,
podría acceder a aquellos tiempos que tanto le obsesionaban desde que era niño,
tiempos conocidos para él gracias a mil libros y otros tantos documentales y
otras tantas películas y...
La puerta se
entreabrió apenas empujó él su putrefacta madera con un dedo y un insidioso
chirrido inundó el silencio. Cruzó como un rayo ante sí y se perdió en la
negrura del callejón como alma que lleva el diablo. O eso recreó él en su
sobreexcitada imaginación, confundiendo sonidos habituales con lamentos,
crujidos de las edificaciones viejas con gemidos lastimeros de algún ser ruin y
vencido en patética huida. Miró hacia arriba y hacia la derecha y hacia la
izquierda, pero tan rápida y nerviosamente que tuvo que repetir el proceso
hasta tres veces y así comprobar que nadie más que sus propios demonios
internos acechaba en la noche. Aún sentía dos manos heladas empujando sus
tobillos, aunque ya la brisa se había disipado. ¡Tenía que interrumpir de una
vez el flujo de sus miedos! Tarea difícil sintiendo como sentía el silencio pulsátil
en sus oídos y su ojo derecho, abierto como un plato. El izquierdo permanecía
cerrado. Con pasos inseguros se adentró en la taberna posando cada pie
cuidadosamente sobre las tablas del suelo para evitar chasquidos, pues bien
sabía él que en el bullicio del día, a pesar de producirse, no se escuchaban. Y
vaya si eran audibles ahora. Como árboles gigantescos tronchándose ante la
tempestad o truenos restallando en los cielos, ocultos parcialmente por nubes
negras y amenazadoras. Retrocedió y asomó la cabeza afuera antes de cerrar la
puerta tras de sí. Y la cerró salvajemente para sortear los chirridos de las bisagras,
o al menos minimizarlos en lo posible. Lo logró. Pero un golpe seco y ahogado
se produjo al encajarse en su marco.
Hecho esto, se dio
la vuelta y soltó el aire de sus pulmones. ¿Cuánto tiempo lo había estado
conteniendo?
Era momento de
sacar el parche que cubría su ojo izquierdo, entrenado durante años para
enfrentarse a la oscuridad. ¿Acaso alguien creía que a todos los piratas les
faltaba algún ojo? Pero tampoco pretendía tirar de pedantería sin venir a
cuento o sacar de su ignorancia a los que habitaban tan felizmente en ella. Ese
parche mantenía su ojo en la oscuridad permanente para que, en casos
importantes como en el que se hallaba, pudiera desenvolverse en la penumbra
casi como un gato.
Así pues avanzó,
sorteando los obstáculos con la misma facilidad que si hubiese sido de día.
La barra era una
franja hecha de tupidas sombras a la izquierda, en oposición a la pared de la
derecha, sobre la que se vertía el débil resplandor de la luna colándose subrepticiamente
por el tragaluz. Miró hacia arriba. Mil objetos que ya conocía de memoria
colgaban en pasmosa quietud, velados por el halo pálido de luz: pistolas
antiguas, cuchillos, botas de marino...
Avanzó con cautela
hasta el fondo, donde las mesas estaban, y encaró el bulto siniestro que era la
jaula. Tiró del paño que la cubría y...
(II) 1690
Charles oteó el
horizonte protegiéndose del sol con la palma de la mano. En lontananza, tal y
como había presagiado el viejo, comenzaron a desdibujarse los contornos de una
isla, desenfocados por el ocaso vaporoso y anaranjado de la tarde. El capitán
Holford había asegurado que nada había por aquellas latitudes, pero allí
estaba, verde y osada despuntando por encima de las olas lejanas, justo al
oeste. El viento soplaba directo sobre la popa del navío empujándolo hacia su
destino, o como decía el viejo, hacia el único lugar del mundo que podría
cambiar el siniestro devenir del joven Charles Vane. "El 29 de marzo de
1971 serás ahorcado por unos delitos que no has cometido, chico", auguraba
a todas horas el viejo. "Serás ahorcado y expuesto como un trofeo en Port
Royal", insistía a cada oportunidad que tenía. Así que el capitán Holford,
mentor del joven pirata en el noble arte del saqueo y harto de soportar las profecías
de aquel viejo salido de la nada (y aunque no creía en sus palabras, asustado
de que acaso pudiesen tener razón) decidió seguir sus consejos y, sextante en
mano, poner rumbo a la isla "desaparecida" que, según el viejo:
"aparecerá para desempeñar el cometido para el que fue creada y volverá a
desaparecer para siempre"
La brisa cálida del
estío movió su pelo en lo alto de la cofa de trinquete y Charles entrecerró sus
ojos cuando sus mechones envolvieron sus mejillas. Acto seguido, la emoción y
el entusiasmo colmaron su corazón aventurero. La isla ya era una realidad a tan
solo unas pocas millas de distancia. Dio un salto y con los brazos se balanceó
sobre la plataforma de madera, dejándose caer con precisión sobre una de las
vergas. Corrió con gran agilidad sobre ella a la vez que sacaba su pañuelo de
la cintura y lo envolvía en la mano derecha. Sin pensarlo saltó al vacío y se
agarró a un obenque, sobre el que se deslizó como un rayo para caer sobre la
botavara del palo principal. El pañuelo había protegido su mano de ser cortada
por el metal del obenque y ahora sus pies desnudos de caer sobre la cubierta,
pues aún restaban unos seis metros hasta ella. Sin dudar se aferró a un segundo
obenque y a través de él se deslizó hasta la cubierta, donde el capitán, con
una mano sobre la empuñadura de su espada y gesto de permanente enfado pintado
en el rostro daba órdenes a sus hombres. El viejo oteaba a babor, dejando
perderse sus ojos en el horizonte, como casi siempre.
―¡La isla desaparecida! ―gritó Charles entrándole
por la espalda y Holford aspaventó su mano izquierda, girándose de pronto y lanzando
un estoque de espada.
Charles se agachó justo a tiempo, pero en vez
de protestar o quejarse por la temeridad repitió la exclamación a la vez que se
enjugaba el sudor de la frente con el pañuelo.
―¡La isla!
―Ya la veo, bellaco ―gritó el capitán enojado,
enfundando su arma entre los pliegues de su fajín ―pero no tienes que
sobresaltarme de ese modo por la espalda. ¿Es que quieres morir?
―No perecerá a sus manos, capitán ―indicó el
viejo sin siquiera girarse―, sino en el puerto…
―Lo sé, lo sé ―rezongó este ― en el maldito
Port Royal. Y cuando le quite los ojos a ese loro y comprobemos que no
contienen magia alguna, me haré un colgante con ellos y con tus dientes
después.
―Primero tendremos que atraparlo ―jadeó el
joven Charles.
―Y lo atraparemos ―aseguró el viejo―. En
cuanto a mis dientes, mucho me temo que llega usted tarde, capitán ―sonrió para
demostrarlo.
―Cierra tu boca asquerosa ―exclamó Holford con
gesto sonriente―. Si al menos es cierto que ese pedazo de roca sigue virgen,
tal vez encontremos algo de utilidad. Y de no ser así, sabrosas familias a las
que poder ayudar nos encontraremos.
―Sea, pues ―dijo Charles, que a pesar de sus
once años ya tenía un espíritu maduro―, pero después de "ayudarlos" prométeme
que no los mataremos, o que no harás esas cosas que les haces a las mujeres.
―Yo te quitaré esa debilidad producto de la
horchata que los ingleses tenemos por sangre a la hora de nacer, querido ―exclamó
girándose a estribor para echar un vistazo al horizonte. El viento arreció para
sacudir su espesa melena negra―, por suerte tiene remedio. Y ¿no sería acaso
más ruin dejarlos con vida después de despojarlos de sus pertenencias, que
darles rápida muerte?
―Agonizarían ―rio maliciosamente el viejo―, en
caso de que existiera alguien. Porque, ya le digo, capitán, que no hay más ser
viviente que la madre naturaleza y ese demoníaco y gigantesco papagayo.
―¡Es un loro y no se te ocurra contradecirme!
―Y quedando pensativo un momento para girarse hacia su hijo adoptivo, tal y
como a él le gustaba pensar, aunque en realidad era hijo de una de las familias
inglesas a las que él había "ayudado"―, de todos modos, mi querido
Charles, ¿no te fascina esa crueldad que asoma por los ojos de nuestro
misterioso amigo? Ni siquiera ha valorado la posibilidad de no despojarlos de
sus miserias. Disfruta con cada una de nuestras cruzadas.
El viejo asintió, sarcástico.
―Pocos seres tan mezquinos y cruentos han
cruzado por mi vida y se fueron manteniéndola.
―Es un viejo loco ―sonrió Charles guiñándole
un ojo―, pero me cae bien. Y nos llevará a un mundo nuevo y libre de peligros.
―No he dicho libre de…
―No nos llevará a ninguna parte ―cortó Holford
sonriéndose―. Es un villano, feroz y despiadado como el que más. Pena que sea
viejo y decrépito y sienta yo debilidad por su mente corrompida, si no le
habría sesgado su arrugado gaznate.
―¿Entonces para qué me hace caso? ―dijo y se
relamió los dientes podridos, ajustándose después el parche de su ojo izquierdo.
―Supongo que porque me llevas a sitios que la
fortuna o tus miles de años te han agraciado con conocer. Y mientras me seas
útil…
―¡Ya estamos llegando! ―exclamó Charles
echando a correr hacia la parte delantera del barco. Le gustaba caminar por el
bauprés hasta el extremo mismo de la proa, para asomarse y desafiar a las olas
que allí rompían balanceando salvajemente el navío―. ¡Preparad el aparejo,
tensad bien las jarcias! ―ordenó a los hombres de Holford, que en un futuro
cercano serían los suyos.
Holford seguía
discutiendo con el viejo mientras la tripulación corría de un lado a otro para
recoger una vela o desplegar otra, manejar la vigota o colocar a golpe de timón
la goleta en posición adecuada.
―Siempre quise
tener un bicho de esos ―manifestó el capitán―, según dicen, hacen cosas útiles
como llevar y traer objetos y proferir imprecaciones
―¿Desear el mal
ajeno es útil?
―Desde luego
―indicó solemne―. Es parte de todo duelo, más que nada, para ahorrarme la
bajeza de tener que…
―Pero ¿no iba a
sacarle los ojos al papagayo, mi capitán?
―¡No me tientes a
hacerte caminar por la tabla, viejo!
El anciano se sentó
sobre un coy apilado y doblado y rompió en carcajadas desafiantes.
―Debí hacerlo
cuando intentaste colarme esa historia increíble de viajar a no sé dónde de
unos tiempos que probablemente no alcance el hombre nunca, pues cierto es que
nos mataremos unos a otros mucho antes.
―¿Y qué hacemos si
no me cree, capitán?
Holford le obsequió
con una mirada intensa que no amedrentó ni un poco al viejo.
―Tal vez para
demostrar que todo es una burda falacia y poder hacerme con tus dientes
podridos antes de echar tu cuerpo al kraken en los abismos de los mares
escandinavos.
―Tal vez porque tú
eres el responsable de su triste destino en el cadalso.
―Tal vez ―reconoció
dándose la vuelta―. ¿Qué manera es esa de manejar el timón, ser inútil y
desgraciado? ―gritó a uno de sus hombres y se encaminó hacia allí.
(III)
Los hombres de
Holford habían echado el ancla y la goleta oscilaba suavemente al son de las
olas. Estas lamían su casco perlado de crustáceos y algas marinas, creando un
agradable rumor que se fundía con el cántico habitual del viento sobre las
velas. Mientras tanto, el sol se retraía poco a poco tras las montañas de la
isla, recortadas ahora en un cielo del color del fuego. Más abajo, el capitán,
acompañado de Charles y el misterioso anciano, remaban en silencio a bordo de
un bote. Poco tardaron en recorrer la distancia que los separaba de la playa, y
nada más tocar quilla con arena, el anciano saltó con agilidad y les hizo a sus
compañeros un gesto para que lo siguiesen sin pérdida de tiempo. Lo hicieron,
Charles feliz y retozón y Holford atento y desconfiado.
―Sé qué piensas
―dijo el viejo adivinando los pensamientos de su capitán, dándose la vuelta
hacia él―, pero nada has de temer de un anciano raquítico y enclenque, ¿verdad?
Holford, por
instinto, llevó su mano a la empuñadura de la espada.
―No sé qué podría sacar
un ser ruin como tú de mi captura ―gruñó―, pero no creas que no te atravesaré
el corazón antes de que una sombra pueda reptar hasta mí para atrapar mi alma y
llevársela al infierno del que procedes.
El anciano rio a
carcajadas.
―Apresurémonos,
pues ha de hacerse al anochecer.
―¿Y el loro? ―quiso
saber Charles, que llegaba corriendo después de examinar la zona con alegría.
Sus pies descalzos se hundían en la arena fresca y húmeda de la orilla.
―Es un papagayo. Y
nos espera ―Y antes de que nadie pudiera añadir nada, exclamó―: ¡Apresurémonos!
Guio así a sus
compañeros hacia una senda que se adentraba en la selva como aquel que ha
caminado por ella cientos de veces. Penetraron en ella sintiendo que el
bochorno propio del verano cedía a la humedad de unas profundidades hechas de
exuberantes plantas y arbustos exóticos y gigantescos árboles de más de treinta
metros de altura. Sus depredadores, ocultos y sibilantes, lanzaban al silencio
sus gritos de advertencia, pero ni el anciano ni el capitán sintieron aflicción
alguna. Eran hombres de mar acostumbrados a todo peligro. No así el corazón del
joven Charles, que aunque audaz y colmado de emoción y expectación, no podía
evitar sentirse impresionado. Y es que todo aquello formaba una fabulosa cúpula
natural que ensombrecía con sus misterios hasta los corazones más valerosos.
Para cuando
llegaron a la boca de la caverna poco podía hacer el sol para penetrar con sus
últimos rayos la frondosidad de aquella jungla.
―¿Hemos de meternos
ahí? ―preguntó Holford señalando la cueva, cuya negra entrada invitaba a salir
corriendo.
Charles se agarró al
faldón de la casaca del viejo.
―¿Seguro que no es
una trampa? ―le dijo―. Tú nunca nos harías eso, ¿verdad? ¿Está ahí dentro ese
loro? Y…
―Para el carro,
amiguito ―cortó―. Son muchas y muy estúpidas tus preguntas, las cuales no
tenemos tiempo para abordar. ¿Quieres librarte de la horca o no?
―¿Cómo puedes saber
que ocurrirá eso? ¿Y de verdad el sitio al que vamos está libre de peligros?
―Claro que no. Hay
muchos más que aquí, pero…
―¡Diablos! ―exclamó
Holford desenvainando su espada―, entremos ya, que se me agota la paciencia.
Sea lo que sea, terminaremos de una vez. Y tú, ser demacrado y sin nombre, reza
para que no me vea abocado a sacar tus entrañas y hacerme un cinturón con
ellas.
El viejo se echó a
reír al punto que hacía un gesto para que lo siguiesen.
Tras un pasaje de
roca viva, iluminados por una antorcha que el anciano había tenido la previsión
de traer, llegaron a una zona mucho más estrecha. El frío allí arañaba la piel
de los visitantes y la humedad calaba poco a poco sus huesos.
―Doblad el espinazo, que ya queda poco ―les dijo y se echó a reír. Sus
estridentes carcajadas rebotaron como demonios por las cavernas y túneles que
la oscuridad ocultaba a sus ojos.
Pasaron un corredor
muy estrecho y descendente cuando una corriente de aire movió sus cabelleras y
agitó la llama de la antorcha creando mil sombras. Charles se estremeció y
Holford, que había envainado su espada, la desenvainó con un rápido gesto.
―Está impaciente
―dijo el guía―, sigamos.
Charles se agarró a
la mano de Holford que no empuñaba la espada y el capitán, tras hacer amago de
soltársela airosamente, comprobó que la oscuridad los envolvía por completo a
la retaguardia del viejo, y le correspondió apretándosela y acariciando sus
dedos. Este gesto insufló en el joven corazón de Charles una dosis de valor y
satisfacción.
―Daos prisa ―graznó
el viejo.
Su figura se movía
de forma extraña a la luz de la antorcha, reflectándose sus llamas en las
aristas de la roca y perfilando y acentuando los contornos de su anciana
figura. Sin embargo, Charles advirtió que se movía ágilmente, como si estuviese
rejuveneciendo a cada paso.
Holford sintió algo
parecido, más inclinado a pensar que tal vez los condujese a una trampa del
alma que lo haría inmortal. Apretó la mano del chico y a su vez la empuñadura
de su fiel espada. Y cuando estaba a punto de dar la orden de girar sobre sus talones,
o de decidir terminar con la vida del viejo solo por precaución y defensa de su
hijo adoptivo (ya que nunca creyó que en verdad fuesen a ahorcarlo por unos
delitos que en realidad eran suyos, de Holford, y no de Charles) llegaron a un
espacio abierto, donde la luz de la antorcha se expandió a placer para mostrar
a sus visitantes una caverna hundida en una zona empantanada, pero con el techo
a no menos de diez metros de altura.
―¡Hemos llegado!
―proclamó.
Charles abrió los ojos
al máximo.
Holford se puso en
guardia.
El viejo abrió los
brazos y sonrió.
―¡Nos vamos a casa!
Sin tiempo de
reacción de ninguno de los presentes, un esplendoroso papagayo descendió de las
alturas con sus enormes alas desplegadas. De sus ojos manaba un resplandor
brillante color esmeralda que pronto iluminó la estancia por completo. Batiendo
sus alas sobrevoló sus cabezas, dio la vuelta como un rayo y descendió para
colocarse justo ante ellos, a la altura de sus cabezas. Sus ojos se volvieron
más brillantes, más intensos…
El viejo cayó
rendido de rodillas.
Holford soltó su
espada y sus brazos laxos golpearon contra sus muslos.
Charles sintió que
algo dentro de sí se desgarraba y salía de su cuerpo.
(IV) 1975
Tiró del paño que
cubría la jaula y cayó de culo contra las tablas de la taberna. Experimentaba
una extraña sensación, como de sumo cansancio. Alzó la vista y lo vio: el
papagayo lo miraba con ojos tranquilos, brillantes, tan indiferente como
siempre. ¿Qué había ocurrido? Se levantó con gran esfuerzo y al colocarse ante
el reflejo de la luna que caía desde el tragaluz vio su cuerpo.
Había envejecido
por lo menos cincuenta años.
Escuchó un sonido a
su espalda y se dio la vuelta de un respingo. Las luces de la taberna se
encendieron y sus dos regentes aparecieron caminando con parsimonia.
―Hola de nuevo,
querido amigo ―dijo uno de ellos.
―Bienvenido ―dijo
el otro, que era un poco menos viejo.
Se dio cuenta
entonces de que no eran otros que el capitán Holford y su hijo Charles Vane,
por quienes habían pasado también los años. Su mente captó entonces un destello
de lucidez.
―¿Lo hemos…
logrado?
Los regentes de la
Lengua de arena asintieron al mismo tiempo, sonrientes y satisfechos.
―Lo has logrado
―dijo Holford acercándose a él y posando la mano amistosamente sobre su hombro.
―Hace ya más de medio
siglo ―añadió Charles acercándose a su vez―. Pero por alguna razón no has
llegado hasta ahora. Hemos esperado con ansia tu regreso, querido amigo.
El viejo sin nombre
suspiró y los recuerdos de toda una vida cruzando los mares inundaron su
envejecido cerebro. Una vida que no le correspondía vivir, pero que estaba ya a
sus espaldas.
―Ya estás en casa
―siguió Charles, posando la mano sobre su otro hombro.
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