Samantha abrió los ojos. Tenía sueño pero debía levantarse o se le
haría tarde. Trabajaba en una taberna desde que se fue de casa de sus padres.
No se veía encerrada en una casa criando niños. Por eso, cuando le presentaron
a su futuro esposo, no lo dudó, huyó. Se levantó de la cama y se vistió. El
uniforme de camarera resultaba algo incómodo, pero era una de las condiciones
que le impuso el tabernero. Quería que luciera el volumen de sus pechos, un
reclamo para los clientes.
Tomó el cubo y un trapo algo mugriento para ponerse a limpiar. Fue
abriendo las ventanas para airear y dar algo de luz a ese espacio tan oscuro.
Le gustaba sentir la brisa de la mañana que regalaba el mar, y observar a los
barcos amarrados en el puerto. Era lo único bueno que tenía su trabajo, su
ubicación. Estaba tan concentrada en sus quehaceres que no escuchó entrar a su
jefe y se asustó.
—Hola, hola… —repetían sin parar.
—Buenos día, León —saludó Samantha al loro que llevaba en su
hombro Tom, el tabernero. Lo colocó en su jaula.
—Vamos niñas, hay que darse prisa. Los clientes esperan —ordenó
mientras abrió las puertas dejando entrar a los primeros marineros.
Mientras Tom se iba a la cocina para empezar a preparar el menú,
salió afuera para tirar el agua sucia. Miró al horizonte buscando la bandera
del barco que tanto anhelaba ver. Pero no tuvo fortuna, y suspiró recordando el
día que lo vio por primera vez. Apenas había intercambiado algunas
palabras. Un pirata siempre eran señal
de peligro y no se fiaba. Pero ese hombre, aparte de darle miedo, despertó algo
que le quemaba por dentro. Desde la noche que entró con su tripulación a beber
no había podido sacarlo de sus pensamientos. Samantha meneó la cabeza para
borrar ese deseo que sentía.
—«Que ilusa soy. Debo de olvidar ese hombre. Es peligroso» —Pensó.
Los días transcurrían con normalidad. Tenía decidido que debía de
irse y buscar un nuevo rumbo a su vida. No podía regresar a su antiguo hogar,
sabía lo que le esperaba. Tras mucho pensarlo tomó la decisión que creía mejor,
dirigirse al sur. Recordó que su madre le contó una vez cuando era pequeña que
sus padres la metieron interna en un convento y que fue una época muy feliz.
Así que el día anterior le comunicó a su jefe su intenciones, quién protestó,
pero al final lo aceptó. Le abonó sus honorarios y algo más por su buen
trabajo.
Se encontraba sirviendo jarras de cervezas sin parar y sumida en
cómo sería su futuro que no se percató de que entraban nuevos clientes hasta
que unos brazos fuertes la levantó al vuelo. Asustada empezó a patalear con
todas sus fuerzas sin conseguir que la soltaran.
—Para, fierecilla, que llevo todo el viaje esperando en volver a
verte y olerte —Pegó su nariz a su cabeza y la olfateó.
Samantha por fin fijó sus pies al suelo y miró con horror. Se asustó
y se fue con rapidez. Otra vez el pirata mellado con un parche en un ojo. La
miraba con deseo y eso le provocó arcadas. Apartó la mirada para echar un
vistazos a su alrededor, sabía que si estaba esas manos sucias tocándola, él
estaría también. Y lo vio, sentado en la mesa que tenía por costumbre ocupar,
pero como era normal no la miraba. Hablaba con sus hombres en una alegre
conversación.
—¡Vamos! que todavía estás
trabajando aquí. Hay que servir cervezas a esos piratas que vienen sedientos de
su viaje. Seguro que traen muchas monedas —Ordenó Tom mientras le iba colocando
en el mostrados jarras llenas.
Miró de reojo a su acosador. No quería que le volviese a poner un
dedo encima. Le removía las tripas. Agarró con fuerzas las primeras jarras y se
encaminó para la mesa de quien le quitaba el sueño. No podía dejar de mirarlo.
Cada vez estaba más nerviosa, por lo que no iba atenta y tropezó con un pie que
le hizo soltar de sopetón las jarras derramando parte de su contenido en la
mesa. Se puso rígida y fijó la mirada en él que ahora la observa con una bonita
sonrisa. Le guiño un ojo.
—Samantha, espabila… hay más jarras que llevar —Salvada por los
gritos de su jefe, dio media vuelta para seguir repartiendo cervezas.
La taberna estaba a rebosar. No paraba de servir y lo agradeció
porque de esa forma su mente no pensaba en lo que no debía. Sabía que ese
hombre era peligroso y no podía sentir lo que su cuerpo le gritaba. Al que sí
tenía vigilado era al personaje nauseabundo. Quería borrar esa sensación
sacudiendose la cabeza cuando volvió a tropezar.
—Hoy no es tu día, ¡eh! —dijo una voz que sí reconoció y le hizo
estremecer.
—Perdón —dijo casi murmurando cuando descubrió su obstáculo.
—¿Qué te ocurre Samantha? Te veo algo nerviosa —Atrapó uno de sus
rojizos mechones que le tapaba la cara y se lo colocó detrás de la oreja. Gesto
que provocó que un calor inundara su cuerpo dando visión en sus mejillas.
—Nada, no pasa nada, Ricardo —se pronunció con un leve tono de voz
casi inaudible.
—No le hagas caso a Toño. Es inofensivo —La miraba con ternura.
Siempre le gustaba observar a Samantha desde la distancia, aunque deseara otra
cosa. Pero sentía que era diferente.
—Ya, pero... —Su timidez no le dejó terminar la frase. Tenerlo tan
cerca le bloqueaba a pesar de que no era la primera vez que intercambiaban
algunas palabras. Él sonrió.
Avergonzada lo dejó solo y se encaminó al fondo del almacén para
intentar serenarse. Se sentía tan nerviosa y que no sabía qué hacer. Estaba
asustada, pero más por la vergüenza que por volver salir. Sin pensarlo más se
puso con sus obligaciones.
Era bastante tarde y casi toda la clientela se hubo ido, menos el
grupo de piratas que parecía que tenían diversión para mucho rato. Buscó a Ricardo
con la mirada y lo vio en la barra hablando con Tom. Se encontraba recogiendo
las mesas sucias, pero no le dejaron terminar, sintió otra vez un agarré con
fuerza.
—Hola, preciosa. ¿Tienes tiempo libre ahora para mí? —El pirata
que le era repulsivo la tenía atrapada, estaba borracho. Intentó soltarse
empujando pero no tenía la suficiente fuerza.
—Suéltame, por favor —gritó.
—No te resista, bonita. Dame un besito —Se apretó más a ella y
tanteó la forma de besarla, pero un agarre brusco lo impidió, provocando que
cayese al suelo.
Se levantó todo lo rápido que pudo y salió de la taberna. El frío
de la noche le dio de lleno ofreciendo la serenidad que necesitaba, pero no
consiguió reprimir el llanto, uno silencioso y que le liberó de la presión del momento.
Empezó a caminar como en todas las noches que lo hacía. Disfrutaba de la brisa
del mar. Un escalofrío sintió al no llevar la rebeca que tenía por costumbre.
El silencio quedó roto por el sonido de unas pisadas detrás de ella. Se paró en
seco muerta de miedo. Pensó era que el pirata repulsivo que había salido en su
busca. Miró para los lados buscando un escondite. Vio una pila de cajas. Se
encaminó hacia ellas y se agachó, esperando a que pasara quién fuese. Las
pisadas se acercaban y cada vez estaba más inquieta. Intentó encogerse todo lo
que pudo y apretó los ojos, no quería ni mirar. De repente las dejó de
escuchar. Abrió los ojos y se encontró con unos botas frente a ella. Miró hacia
arriba y ahí estaba.
—Samantha, ¿qué haces escondida? Anda, ven, vamos a dar un paseo
—Ricardo estaba frente a ella ofreciéndole su mano. No lo dudo. Se agarró a
ella con más fuerza de lo que esperaba y le ayudó a levantarse.
—Pensé que era tu hombre de nuevo —dijo con el temblor aún en su
cuerpo.
No se soltaron de las manos y se pusieron a caminar dirección
contraria a la taberna. Sin que se diese cuenta pudo recrearse en sus rasgos:
unos pómulos marcados que daba fiereza a su cara. Un pelo de color negro que
hacía juego con su barba corta y bien cuidada. Era más alto que ella, pero no
mucho. Un repelús provocó que su cuerpo se sacudiera. Ricardo no dudó y atrajo
su cuerpo al suyo dándole más calor del que esperaba. No se resistió, se dejó
proteger. Era en primera ver que estaba tan cercal.
—¿Te encuentras mejor? —Le apretó más.
—Sí, gracias —Se sentía cohibida. Estaba con el hombre que le
acompañaba todas las noches en sus pensamientos y no se lo creía.
—Dime, Samantha, ¿Hasta cuándo trabajarás con Tom? No es un sitio
para una mujer como tú —Se paró y la
tomó de la barbilla para que fijara su mirada en él.
Por fin pudo recrearse sus ojos. Un color verde que iluminaba su
mirada. Como un hechizo se ancló en el lugar sin poder dejar de mirarlo.
—Se está bien en la taberna. Tom se porta bien conmigo —contestó. Bajó la vista al recordar que esa
noche era la última que le vería.
—Estaremos unos días en el puerto cargando provisiones. Me
gustaría enseñarte el barco mañana. ¿Aceptarás esta vez mi invitación? —le
dijo. Una caricia llegó a su mejilla.
—No puedo. No estaré aquí —Le dijo con pena. Ahora no le parecía
buena idea irse.
—¿Te vas? ¿A dónde? —preguntó con disgusto. Samantha le gustaba y
mucho. Nunca tenía problemas para conseguir alguien del sexo opuesto cuando
quería compañía en su cama, pero ella era diferente, por eso nunca había
intentado un acercamiento íntimo. Sentía algo que provocaba que su corazón
latiese con más fuerza. Ricardo solo sabía una cosa; no podía dejarla escapar.
—Voy hacia el sur. Busco un convento dónde estuvo mi madre cuando
era joven... —Al momento se arrepintió de contarle sus planes. Era casi un
desconocido, solo lo conocía como cliente de la taberna. Se soltó de su mano y
tomó el camino de regreso.
—Espera, ¿cómo que te vas? —Se puso a su altura y volvió a
atraparla.
—Motivos personales —Sintió un calambre con su nuevo contacto que
le gustó.
—Vale, entiendo. No quieres contarlo, pero si vas hacia el sur te
puedo ayudar. Mi barco irá hacia esa dirección en unos días. Vente conmigo —le
ofreció con una enorme sonrisa que la excitó.
—¿En tu barco? Eso sería una locura. Una chica como yo no puede
estar rodeada de piratas salvajes —dijo casi sin pensar.
—¡Oh! Es verdad, somos bestias —Sonrió acallando una carcajada. La
fama les precedía.
—Lo siento, no quise decir eso —Se disculpó avergonzada.
—No te preocupes. En parte tienes razón —Tomó a Samantha de la
cintura y la pego a su cuerpo. Bajó la mirada que se fue directa a sus robustos
pechos, pero solo unos segundos y la
volvió a dirigir a sus ojos. Le gustaba tanto.
—Con tu permiso o sin él. Como soy un salvaje, voy a besarte —Y
sin darle tiempo a una réplica unió sus labios a los suyos y se empapó de su
sabor y sensibles labios.
Samantha no se esperaba ese beso pero lo recibió con ganas y se
dejó hacer. Duró bastante aunque no lo suficiente para ambos. Se separaron,
necesitaban coger aire.
—Me gustas mucho, niña. Piénsatelo. Zarparemos dentro de dos días
—Volvió atrapar su boca con más ímpetu y se pegó más a ella. Necesitaba sentir
su cuerpo.
Samantha se tocaba sus labios hinchados mientras recordaba los
besos que compartió con Ricardo. En breve tiempo hizo su maleta y se acostó
para intentar descansar, pero le era imposible. Las emociones las tenía a flor
de piel. Su cuerpo reclamaba atención y llevó su mano a su pecho. Apretó con
fuerza provocando un estremecimiento que sacudió su cuerpo. Unos dedos recorrió
su barriga con suavidad hasta llegar a su parte más íntima. Con solo un toque
llenó de calor su cuerpo y un gemido escapó de sus labios. No pudo resistirse
más e introdujo su un dedo lo más dentro de ella. Ya no tenía vuelta atrás. Con
movimiento rítmico fue sacando y volviendo a introducir ese dedo corazón que
tanto le daba placer. Su mente repetía una y otra vez los recuerdos de la
noche. Sentía como si él estuviese compartiendo ese instante de gozo. No podía
aguantar más, con rapidez llevó su mano a ese punto mágico que con apenas unos movimientos
circulares le llevó a la culminación más placentera que había sentido en su
vida. Apretó con fuerza sus muslos para intentar mantener esa sensación. Pero
se fue. Se puso de lado y se quedó dormida en un profundo sueño.
—Hola, hola, hola… —Repetía León como todas las mañanas.
Samantha dejó su maleta en el suelo y echó un último vistazo a la
tárbena. Tom se encontraba secando jarras.
—Buenos días —dijo mientras se acercaba y se sentó en un taburete.
—Veo que al final no te quedas. Sabes que no tienes que irte —Le
recordó.
—Lo sé, pero tengo que buscar un rumbo en mi vida. Aquí no lo
encontraré. Se despidió de su patrón y se fue.
Ya en la calle se quedó parada oliendo el aroma de mar que siempre
le otorgaba esa fuerza que necesitaba para avanzar. Miró los barcos amarrados y
localizó sin problema el barco pirata, pero no se encontraba nadie a bordo.
Pensó que seguro que estarían durmiendo después de la borrachera cogida de la
anterior noche. Dudó en no irse. Una parte de su cuerpo le gritaba que subiese
a ese barco. Sin embargo, apretó con fuerza su maleta y empezó andar para
encontrar su nuevo rumbo.
Estuvo toda la mañana buscando un modo de iniciar su viaje, pero
para ese mismo día no era posible. Tenía que esperar al siguiente. Vaciló si
acudir a la taberna, sin embargo, miró el cartel de la posada y decidió pasar
en ella la noche. Samantha dedicó el resto de la jornada en disfrutar del
mercado que se encontraba en la plaza. Miraba embobada las telas y recordó
cuando realizaba esa actividad con su madre. La última vez compraron tela para
un nuevo vestido. No supo hasta noches después que era para estar hermosa para
conocer a su futuro esposo. Ese recuerdo de su progenitora se enturbió con el
de la escapada de su casa. No le quedó más remedio. Siguió caminando y paró en
un puesto donde se vendían sombreros. Se fijó en uno en especial que tenía una
pluma en un lado con un lazo rosa. Lo tomó para probar pero una mano se lo
quitó y fue quien se lo puso con delicadeza.
—Te queda precioso. Resalta tus rosadas mejillas —Ricardo se
encontraba frente a ella. No pudo reprimir su timidez y bajó su mirada al
suelo. Como la otra noche tomó su barbilla para elevar su mirada.
—Gracias —No dijo más. Solo sonrió.
—He ido a la taberna para verte y no te he encontrado —dijo con
preocupación. Sacó unas monedas de un bolsillo y abonó el precio del sombrero.
La tomó de la mano y caminaron en silencio.
Siguieron mirando los puesto sin comprar nada más. No se podía
creer que él estuviese compartiendo ese tiempo con ella. Se sentía feliz y
tenía miedo a que terminara esa sensación nueva para ella. Sabía que no podría
durar mucho, por eso decidió poner fin antes de pasarlo peor.
—Me tengo que ir —se pronunció rompiendo el silencio entre ellos.
—¡No! queda mucho día aún. Acompáñame al barco y te lo enseño.
Podrás comprobar que estarás bien conmigo. No me dejes todavía —suplicó
tomándola de la cintura. Y la besó.
No pudo negarse a tal invitación. De cerca el barco impresionaba.
La tripulación estaba sumida en el trabajo. Cargaban víveres para el inminente
viaje. Una vez en cubierta los hombres le miraban con precaución y respeto. Era
una invitada de su capitán y por tanto, intocable. Sin soltarse de las manos
fueron recorriendo el barco, desde proa hasta popa, siempre se escapaba algún
beso corto que otro. Se separaron solo para poder bajar por la escotilla y así
visitar la bodega, donde encontraron un grupo colocando el cargamento. Lo
siguiente que visitaron fue el comedor y a continuación a los dormitorios. Los
primeros eran amplios y albergaba literas. El pasillo era estrecho por lo que
tenían que ir en fila india. Llegaron al final hasta dar con una escalera. Lo
subieron y llegaron hasta una puerta algo más elegante.
—Mi habitación, pasa dentro… —Le ordenó sin titubeo mientras abrió
la puerta.
Samantha entró. Se acercó al ojo de buey y comprobó que se
encontraba apena a un metro del nivel del mar. Se giró para observar el resto.
La habitación era amplia con apenas unos muebles; una cama con una mesa al
lado. Al fondo dos baúles y a su lado un escritorio que tenía desplegado
algunos mapas. Se acercó hasta la mesa y se puso a curiosear. Pudo ver la foto de
una mujer.
—¿Quién es? —preguntó señalando. Ricardo se acercó hasta ella y
tomó el retrato.
—Mi madre. Murió cuando era un niño —le contó mientras miraba con
ternura y pena la imagen.
—Lo siento. No quise hacerte recordar algo triste —Se sintió insegura
y bajó la mirada como tenía costumbre.
Ricardo dejó el retrato en su lugar y atrajo a su chica hacia su
cuerpo. Fijó su mirada en ella y quedó hipnotizado por completo. Se sentía tan
feliz que no lo dudó. Tenía que ser suya.
Samantha supo en ese preciso instante que tenía que salir de ese
barco o no lo haría nunca, pero su cuerpo le decía lo contrario. Un beso
bloqueó esos pensamientos, y los que vinieron a continuación. Lo deseaba, y no
pudo ni supo tener más resistencia. Su cuerpo le pedía a grito en ser saciado y
dejó que el destino marcara ese día y su nuevo rumbo. Amaba a Ricardo.
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