La brisa veraniega sopla con delicadeza y nos regala un abrazo tibio
extremadamente agradable. Tanto, que podría quedarme dormida en este mismo
instante, mientras huelo el mar y siento las cosquillas de la arena en mi piel.
Alzo la cabeza y miro hacia el cielo. Me sorprende la oscuridad, pues esta es
una noche sin luna y las estrellas brillan tan tenues, que parecen adormiladas.
Como si no estuvieran allí… como si no quisieran ver lo que pasa. La imagen me
recuerda a una vieja historia que solía contarme mi abuelo cuando todavía vivía
y yo no era más que una niña soñadora.
»Y ahora, si un rato te quieres entretener… enciende el fuego de la
hoguera y una leyenda te contaré…
***
Corría el año 1772 y La Taberna del Loro borracho estaba repleta de
parroquianos incapaces de beber sin provocar una trifulca. El local recibía el nombre o mejor dicho, el mal nombre, de su
dueño. El pobre hombre era tartamudo y no podía terminar una frase sin repetir
algunas sílabas o, incluso palabras enteras, varias veces. Además, tenía un
loro como mascota y, en ocasiones, era el animal quien termina las frases de su
dueño. Para rendir más honor a su apodo, el tabernero caminaba dando tumbos de
aquí para allá pues el alcohol era su medicina. En realidad, en aquella época
el alcohol era la medicina perfecta para cualquier dolencia que atacara el
cuerpo, el alma o la mente.
La Taberna del Loro borracho no era el único tugurio del lugar. De hecho,
no tenía nada de particular; no olía menos a sudor y humo que los demás locales
y el alcohol era igual de malo que el que servían en todas las otras tabernas,
pero tenía buena música y mejores mujeres. Por eso siempre estaba llena de
brabucones pintorescos de todas las castas.
Ahora, tú te preguntarás que tiene este sitio de especial… Pues bien, en
La Taberna de Loro borracho, es donde la leyenda del Capitán sin nombre se
comenzó a forjar.
Entre tanto maleante de fétido aliento se hallaba un joven pilluelo de
ocho años que intentaba pasar desapercibido entre la multitud de hombres y
mujeres que entre risas y ron pasaban el rato. Mientras ellos bebían y ellas
coqueteaban para ganarse un buen jornal, el niño deslizaba hábilmente la mano
dentro de cada bolsillo. Robaba todo lo que encontraba y no dejaba una moneda
abandonada en la saca. Lo mejor de todo, era que nunca le pillaban. Más de una
vez provocó una pelea entre los adultos del local, que acusaban a sus
compañeros de fatigas de sisarles las monedas que, a su vez, ellos habían
robado del último botín conseguido. Entonces, volaban las sillas y silbaban las
balas que cortaban el aire. Sin embargo, nadie advertía que, en realidad, la
culpa era de un niño pálido y delgaducho que, a la hora de la brega ya se
encontraba a salvo, cenando restos, bebiendo posos de ron y contando una por
una todas las monedas.
Tan descarado era este huérfano del que te hablo que una vez, no dejó
escapar la oportunidad de robar al pirata más temido por aquel entonces. Tal
era el miedo que suscitaba entre sus semejantes que en todas las tabernas que
frecuentaba tenía barra libre de ron y comida. Era el invitado; el pirata más
osado. El Capitán Tuercecuellos, pues así mataba y así fue bautizado. Se
trataba de un tipo de piel dura y corazón aún más duro y aquel que lo conocía
solía referirse a él como un hombre sin alma; sin espíritu, sin emociones e
incapaz de sentir compasión por sus víctimas. Afirmaban, sin miedo a errar, que
se trataba de un cuerpo vacío, movido por el instinto de la codicia y la bravura
animal.
»Y si crees que lo que digo no es cierto, dile a todos que miento.
Lo que más llamaba la atención de aquel hombre, eran sus ojos. Tan
azules y claros que, si te miraban directamente, te congelaban la sangre; no
porque aquellos ojos parecieran los de un muerto, sino porque carecían
completamente de humanidad.
El niño intentó meter la mano en una saca que el Capitán llevaba consigo
en ese momento, pero tan mala suerte tuvo que el loro del tabernero gritó
“ladrón” y el pirata advirtió de golpe se giró. Sorprendió al niño en plena
faena y, sin miramientos, le agarró con fuerza por el brazo. Entonces, fijó sus
ojos mortecinos sobre los del niño, sin embargo, el pilluelo ladrón sostuvo el
desafío sin miedo a represalias. Tuercecuellos sonrió divertido y mostró sus
dientes amarillentos y picados por la mala vida; mientras, los ojos negros del
niño brillaron fulgurosos un breve instante para después, oscurecerse de nuevo.
El muchacho le regaló al pirata una mueca mellada fruto de la edad o de la malnutrición
que sufría o tal vez un poco de cada. Entonces, el hombre aflojó la mano del
brazo del niño y el ladronzuelo quedó libre. Pudo haberse ido y escabulliste,
como hacía cuando la situación se antojaba peliaguda. Pero no lo hizo. Se quedó
frente al Capitán Tuercecuellos; hipnotizado por su mirada mortal. En ese mismo
momento, los hilos del destino de aquel pilluelo comenzaron a entretejerse los
unos con los otros y el resultado sería un tapete de macabro sufrimiento
perpetuo que se extendería incluso más allá de la propia muerte.
El Capitán Tuercecuellos adoptó al niño como hijo propio, pues en él
veía el potencial necesario para convertirse en un heredero capaz de prolongar
durante años su legado de terror. Así pues, el pirata enseñó al chico todos los
oscuros secretos que guardaba y no censó hasta que convirtió al inocente en un
reflejo de su sombra. A pesar de enseñarle todo lo que debía saber para ser un
temible bucanero, no le dio ningún nombre ya que no se creía digno de hacerlo.
No era su padre, sino su mentor. Varias veces le preguntó al niño cómo se
llamaba, pero el crío se había quedado huérfano tan pronto, que su identidad no
recordaba. Así que el Capitán y el resto de la tripulación se dirigían a él
simplemente como “chico”, “niño”, “muchacho”…
Los años pasaron; el joven pilluelo creció y en un sádico pirata se
convirtió. Ciegamente siguió los pasos de su maestro y más de una cicatriz le
nació en la piel, fruto de ataques y saqueos a enemigos navíos o peleas en
tabernas alejadas de la mar. En todos esos años, su salvaje bravura aumentaba a
la misma velocidad que su compasión menguaba. Poco a poco, su mirada se
transformó en la misma mirada del diablo. Se manchó las manos de sangre en
muchísimas ocasiones y cada gota carmesí que resbalaba por sus dedos se
convertía en una advertencia para el resto de bucaneros.
»Pero… si esta historia crees que no es real, ahora mismo te contaré la
verdad.
Una vez, durante una noche sin luna ni estrellas en el cielo, el navío
pirata atracó en un muelle de pescadores; hombres honrados que contaban la
captura del día y se preparaban para la dura jornada que estaba por llegar. Sin
pensarlo, el Capitán Tuercecuellos ordenó el saqueo de cada barco allí atracado.
Después de robar y alguna que otra vida sesgar, pusieron rumbo a la taberna más
cercana y allí, guiados por la euforia del ataque, despacharon a alguna que
otra dama de corsé apretado y falda volátil. La mitad de la tripulación,
incluido el Capitán Tuercecuellos, estaba absorta en sus quehaceres más íntimos
mientras, los demás bucaneros, acompañados por el pirata sin nombre,
aprovecharon el momento para descansar y las monedas obtenidas poder contar. Ya
habría tiempo para amoríos después… primero; el dinero.
Entonces, sin que nadie lo esperara, un grupo de pescadores enfurecidos
irrumpió en el local y, armas en mano, preguntaron por los piratas que acaban
de destrozar sus barcos y matado a varios compañeros por unas miserias del vil
metal. El tabernero apuntó hacia arriba con un dedo tembloroso y los marineros
no tardaron en poner en marcha su plan de venganza. Pocos minutos después, y
tras varios gritos y forcejeos, la cabeza del Capitán Tuercecuellos bajó
rodando la escalera; manchando cada peldaño con su negra sangre. Al llegar
abajo, los ojos vacíos del bucanero quedaron mirando el techo. Miraban, sí…
pero ya no veían nada.
Se hizo el silencio y, por un momento, nadie fue capaz de decir o hacer
nada. De nuevo se produjo un estruendo cuando los cuerpos sin vida de los
piratas que estaban en las habitaciones cayeron también por las escaleras como
si fueran sacos de patatas. Después, bajaron los marineros con las ropas decoradas
por pequeñas gotas carmesí; cuchillos mojados y pistolas humeantes que
desprendían el olor de la muerte.
Los piratas que se encontraban en ese momento en el salón corrieron
mejor suerte, pues los marineros no los habían cogido desprevenidos, aunque se
acababan de quedar huérfanos de capitán y no sabían cómo proceder. Como acto
instintivo, miraron al chico sin nombre. Éste estaba petrificado y el rojo de
sus ojos contrastaba con el blanco pálido que había adquirido su rostro.
Despacio, sin alterarse lo más mínimo y como si de un robot se tratara, bebió
un trago de su copa sin saber que, realmente, ese sería el último.
̶ ¡Al ataque!
Gritó. Y preso por una furia casi diabólica, atacó a todo aquel que se
interpuso en su camino. Da igual quien fuera; hombre, mujer, anciano… incluso
algún que otro pilluelo que, como él hacía años, robaba a los parroquianos
borrachos. Los demás bucaneros siguieron sus pasos y se transformaron en un
ejército infernal que acababa de perder a su líder. Movidos por una demencia
ciega, arrebataron la vida de todos los que allí se encontraban. Los marineros,
al ver la situación, huyeron como las ratas que abandonan el barco cuando este
comienza a hundirse. El intento por salvar la vida no les resultó, pues varios piratas
enloquecidos en seguida los atrapó. Ataron con gruesas cuerdas a los marineros
que a su capitán habían matado y, después de rociarles con alcohol barato, les
prendieron fuego en la misma taberna donde yacían sin vida innumerables cuerpos
que ahora, se calcinaban con el calor de las llamas del Averno.
»Y aunque mis palabras se las puede llevar el viento, te juro que ahora
en verdad no te miento.
Se marcharon los piratas hacia el muelle; borrachos todos, arrastraban
los pies, pues el dolor por la muerte de su capitán seguía palpitando dentro de
cada uno de ellos. Tan ciegos estaban, que continuaron arrasando los barcos que
en su camino se encontraban. Todos vacíos, todos sin alma. Todos menos una
pequeña barca de pescador que dentro tenía a un curioso morador; un viejo
delgado, sucio y arrugado. Un vagabundo, un pescador arruinado que echaba de
menos la mar. Los piratas, bajo las órdenes de su nuevo capitán sin nombre lo
atraparon y zarandearon fuera de la embarcación.
̶ Por favor… ̶ Dijo el viejo ̶ . Aquí
no encontraréis nada de valor.
Pero las palabras de súplicas cayeron en saco roto y los piratas
continuaron saqueando la pequeña casa flotante del anciano. Evidentemente, no
hallaron oro ni joyas, pero sí unas pocas monedas de plata. Enfadados por no
haber encontrado nada que les complaciera, los piratas agarraron al pobre viejo
y, entre risotadas sarnosas y burlas apestosas, lo lanzaron al mar para
después, marcharse sin más.
Estaban a punto de subir a su nave cuando algo llamó poderosamente su
atención. Era una suerte de bullicio burbujeante que se originaba en un pequeño
círculo localizado en el agua, justo donde habían lanzado al zarrapastroso
vagabundo. La tumba submarina del viejo estaba hirviendo y los piratas se frotaron
los ojos, incrédulos por lo que estaban viendo. Pronto, apareció un brazo,
luego otro y después emergió la cabeza seguida del cuerpo por completo hasta
quedar flotando en el aire cual alma desafiante. Con los brazos extendidos en
cruz y los ojos en blanco, el hombre habló.
̶ Osados piratas. Diablos de la mar. Al pisar el barco, mi espíritu os
atrapará. Quedaréis ligados a mí y navegaréis sin rumbo ni destino y jamás
alivio encontraréis. Las vidas que os llevasteis, las monedas que robasteis… en
vuestra espalda pesarán como un yugo mortal. Aquí y ahora, mis palabras son y
será vuestros grilletes. Jamás volveréis a tocar puerto y como almas errantes
surcaréis la eternidad.
Después, los ojos del viejo explotaron y de ellos aparecieron una serie
de tentáculos luminosos que envolvieron a los piratas en un halo mágico y
brillante. No… no era mágico, ¡era espeluznante!
Tras un breve instante de candor traslúcido, el fulgor desapareció y las
olas rugieron al chocar contra la nave. El cuerpo del viejo cayó de nuevo al
agua y ya nunca más volvió a levantarse. Los piratas, borrachos como cubas y
con el corazón hinchado por la sangre derramada, no supieron cómo reaccionar.
̶ ¡Mal fario! ̶ Dijo uno antes de escupir en el suelo como
medida absurda de protección.
̶ Mal agüero… ̶ Expresó otro a la vez que, en vano, se santiguaba.
̶ ¡Maldita sea esta tierra! ̶ Dijo el recién nombrado Capitán sin nombre
̶ ¡Y maldito el alcohol que nos han
dado! ¿Acaso no advertís que nos han envenenado con alguna sustancia alucinógena?
No seáis supersticiosos compañeros, los brujos no existen. ¡Vamos! La mar nos
espera.
Y como un rebaño tras su pastor, los piratas siguieron al nuevo Capitán.
Una vez preparada la nave, emprendieron de inmediato el viaje hacia lo
desconocido. No tardó en suceder. En cuanto el barco se alejó lo suficiente del
muelle, se desató una tormenta incontrolada. Era tan brava y furiosa que el
Capitán ordenó volver a atracar el navío, pero cada vez que a tierra se
acercaban, un fuerte soplido de allí los alejaba. Una y otra vez lo intentaron
y una y otra vez fracasaron, pues la marea los devolvía mar adentro sin
remedio. A la mañana siguiente, tras haber batallado contra la tempestad y ya
con el agua en calma, volvieron a probarlo. Era otro embarcadero lejos del primero,
pero de nada sirvió. Les fue imposible acercarse.
»Si te preguntas qué pasó después, ahora mismo el final te desvelaré.
La maldición del viejo se cumplió y los piratas jamás pudieron regresar
a tierra. Pronto comprendieron la realidad de su situación y a su destino
funesto se rindieron. No supieron racionar los alimentos y terminaron con los
víveres demasiado rápido. Sus cuerpos se consumieron por el hambre y la sed,
sin embargo, los piratas no murieron. Trataron de poner fin a su tormento, pero
jamás lo lograron y así, el Capitán sin nombre y su tripulación quedaron
condenados a vagar para siempre como muertos vivientes privados de descanso.
Almas en pena. Triste remanso.
»Y esta es la historia del hombre que como fantasma vivió y en fantasma
se convirtió.
Termina de contar la leyenda, que una noche sin luna ni estrellas en el
cielo como la de hoy, surgirá un navío de entre la niebla del océano. No se
sabe dónde ni tampoco cuándo ocurrirá exactamente, pero de lo que no cabe
ninguna duda, es que el barco del Capitán sin nombre, digno heredero de
Tuercecuellos, continua su viaje eterno entre la oscuridad y recluta a
marineros nuevos que puedan servir a sus
órdenes.
Allí donde las olas se alcen por
encima de los cinco metros, donde el aullido del viento golpee sin cuartel las
lonas de las roídas velas y donde rugan los cañones con un lamento atronador…
allí, estará su barco. Dicen que si agudizas la vista lo suficiente, podrás ver
una figura negra y maltrecha caminar de proa a popa. Es él. No sostengas la
mirada demasiado tiempo, puede que se tome tu osadía como un desafío y te
atrape en su eterno navío.
»Y ahora, si esta historia quieres volver a escuchar… ¡cuidado sagaz,
pues mi mentira es veraz!
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